Fue una de las causas que ayudaron a que el Imperio bizantino perdurara tanto en el tiempo, un milenio más que que su imperio ‘hermano’, el Romano de occidente.
El dromón fue el barco estrella de su flota, aquella que dominó durante muchos siglos el mediterráneo. Un barco heredero de las galeras romanas o de los trirremes griegas. Fue evolucionando durante los siglos, le fueron añadiendo filas de remeros (una, dos y hasta tres) y también velas triangulares o latinas. De esta forma unían la fuerza de los esclavos (la mayoría de los remeros) con el viento, dotándole de una enorme velocidad y maniobrabilidad.
Estos barcos podían llevar hasta 200 hombres pero lo que realmente temían sus enemigos era su armamento. A las tradicionales ballestas añadían el temible fuego griego, descubierto por estos en el siglo VI. Aquella mortífera arma que hacía que los cuerpos no dejaran de arder ni en el agua. Los barcos bizantinos lanzaban una especie de granadas incendiarias o bien el temido sifón, un precursor de los modernos lanzallamas.
En el máximo apogeo de la marina bizantina, el imperio pudo disponer unos 300 dromones que tuvieron que emplearse a fondo sobre todo desde el siglo VII, con la aparición en el mediterráneo de la formidable armada árabe, mucho más numerosa que la bizantina. Un buen ejemplo fueron los asedios a Constantinopla por parte del Califato Omeya en 674 y 717, esta última con una flota de 1.800 navíos que fueron rechazados por los bizantinos.